En el verano de Marbella, cuando, procedentes de todo el mundo, millares de
turistas caen sobre este pedazo de la Costa del Sol decididos a cometer todos
los excesos y desafueros que el bolsillo es capaz de pagar y el cuerpo de
resistir -drogas, sexo, alcohol, juego, deportes, gula, música y hasta
homeopatía- un centenar de pervertidos trepa una de las boscosas faldas de La
Concha, para sepultarse por dos o tres semanas en la Clínica Buchinger, a
ayunar. Yo soy uno de ellos. Lo hago hace catorce años y lo seguiré haciendo
hasta que me muera o la Clínica cierre sus puertas a los escritores (por culpa
de Manuel Vázquez Montalbán pudo ocurrir).
El resultado de ello es que mi idea de Marbella es, por decir lo menos, irreal:
un tranquilo retiro de costumbres monacales, donde se bebe mucha agua, se hace
ejercicio, se acuesta uno temprano y se levanta al alba, y donde ni siquiera con
el pensamiento resulta cómodo pecar. En las mañanas, a la hora en que el ómnibus
de la Clínica lleva a los "pacientes" -así se nos llama, pero sería más adecuado
voluntarios, catecúmenos o espíritus- al paseo por la playa con que se inicia el
día, desde la ventanilla suelo divisar las lánguidas y bostezantes siluetas que
vomitan las discotecas del Marbella Club o El Puente Romano y mi fantasía se
caldea tratando de adivinar las interesantísimas cosas que deben pasar en los
antros nocturnos marbelleros, y que yo me pierdo, entregado como estoy a la
purificación corporal (o sea: despachar botella tras botella de Solan de Cabras,
sudar la gota gorda y hacer la pila).
Como el ayuno es una práctica común en todas las religiones, se lo asocia con
quehaceres místicos y espirituales, pero, en verdad, es la más material de las
experiencias a que pueda ser sometido el cuerpo humano, y una de las más
beneficiosas. Así lo descubrió el mítico Doctor Buchinger, creador del "método",
un médico alemán que, afectado por la artrosis, descubrió que, imponer al
organismo una cuarentena de alimentos dentro de ciertas condiciones, podía tener
notables y múltiples efectos terapéuticos (a él lo curó de la artrosis, por
ejemplo). No hay la menor brujería ni tampoco superstición puritana disimulada
tras esto, sino una realidad científica, al alcance del sentido común. Privado
de alimentos, esa maravilla de creatividad que es nuestro cuerpo, se defiende,
eliminando aquello que le sobra o lo perjudica, y nutriéndose de todas las
reservas que atesora. Ese cambio de metabolismo provocado por el ayuno limpia y
renueva el organismo de una manera que es difícil explicar, si no se ha tenido
la experiencia. Yo la he vivido ya catorce veces y siempre, luego de los
veintiún días en la Buchinger sometido a la dieta de agua sin pan, he tenido la
sensación de un renacimiento físico.
El peor error que se puede cometer es ir a la Clínica pensando sólo en
adelgazar. Si uno no come, adelgaza, desde luego, pero lo probable es que, al
poco tiempo de volver al mundo -al siglo pecador lleno de manjares apetecibles-
recupere y acaso aumente la grasa perdida. Lo importante del ayuno es la
desintoxicación y el descanso que significa para el organismo, y la lección
práctica que de él se deriva, de que una cierta disciplina perfectamente
llevadera respecto a ese cuerpo tan usado y abusado en la vida cotidiana, es
algo que este cuerpo agradece, recargándose de bríos para enfrentar las futuras
exigencias. El ayuno, además, tiene la virtud de sacar a la luz lo que ya anda
mal y está todavía escondido, sin manifestarse a través de síntomas.
A todo aquel que ayuna le preguntan si no siente mucha hambre, si su pobre
estómago no chirría de desesperación por no comer. Y los preguntones ponen una
cara de incredulidad total cuando se les responde que no, que el hambre es un
estado psicológico, inseparable de la digestión, y que, cuando ésta desaparece
por la falta de alimento, desaparece también aquel efecto o servidumbre de la
alimentación. Naturalmente, si en pleno ayuno el ayunante va a pasearse frente a
las terrazas de Puerto Banús donde una voraz muchedumbre da cuenta de paellas,
chanquetes, doradas a la sal, alegres mariscos y perfumados arroces al curry,
es difícil que esos aromas corruptores no le provoquen lo que un célebre bolero de
Leo Marini describía como "ansiedad, angustia y desesperación". (Hace algunos
años, una francesa ayunante irrumpió en la sala, a la hora del caldo, y
publicitó así su sacrilegio: "El ser humano ha nacido para comer. Lo que estamos
haciendo aquí es inhumano. Acabo de dar cuenta de un filete a la plancha con un
vaso de vino ¡y soy inmensamente feliz!").
Otra pregunta inevitable suele ser si el estado de extrema debilidad que
produce aquella huelga de hambre no tiene al pobre ayunante tumbado en una cama
sin ánimos ni para respirar. Tampoco suelen creerme cuando aseguro que ocurre
exactamente al revés. Que una de las más sorprendentes consecuencias del ayuno,
una vez pasados los dos primeros días -los de la transición, los de las sales,
los únicos molestos- es la energía que genera, la formidable disposición del
organismo a hacer cosas, empezando por los ejercicios y deportes. Esto es, por
otra parte, un aspecto clave e indispensable del "método". De nada sirve ayunar
si la privación de alimentos no va acompañada de un intenso programa de
ejercicios -natación, aerobics, yoga, gimnasia china, sueca o acuática, largas
caminatas en la playa y la montaña, o bicicleta- que induzca y facilite aquel
cambio de metabolismo que lleva al organismo a `alimentarse' de todo lo que
tiene de más, o a eliminarlo por inservible. A esto contribuyen también los
masajes. Pero, como, a raíz de ello el hígado trabaja el doble o el triple
cribando las reservas, el "método" lo desagravia, veinte minutos cada día, con
una bolsita de agua caliente a la hora de la obligatoria siesta.
Otra de las consecuencias del ayuno es el poco sueño que el organismo requiere
para recuperarse. No sólo se duerme menos; además, se duerme tan ligero -casi
sin llegar a perder la conciencia- que uno tiene la falsa sensación de
permanecer en estado de vigilia; no es así, pero la levedad del sueño es tan
extrema que algunos piden pastillas para alcanzar la pérdida total de conciencia
que asocian con la idea de dormir. No saben lo que pierden: esa engañosa
duermevela, que André Breton consideraba el estado surrealista ideal, a mí me ha
servido muchísimo, porque en esas horas de sueño a medias, he hecho y deshecho
el mundo muchas veces, escrito artículos, dramas y novelas. En las tres semanas
anuales en la Clínica yo continúo mi trabajo, aunque es importante señalar que,
contrariamente a lo que ocurre con el cuerpo, el ayuno resiente algo la vida
intelectual, porque, mientras dura, se empobrecen la concentración y la memoria.
Por eso, los que no pueden dejar de trabajar nunca, como me ocurre a mí, deben
arreglárselas para, en esos días, hacer un trabajo más mecánico que creativo.
Cuando hablo de ayuno, hay que entender de sólidos, no de líquidos. Otro aspecto
esencial del "método" es el agua que hay que beber, todo el santo día: por lo
menos dos litros, pero, de preferencia, cuatro o más. La Clínica está constelada
de servicios, claro está, porque una ocupación central de la vida de los
catecúmenos es ingerir líquidos y hacer pipí. Además de agua, en las noches, se
puede tomar un caldo -un líquido coloreado sería una mejor definición- o un
pequeño jugo de frutas, o media taza y medio vaso de ambos, los que quieren
hacerse la ilusión de estar cenando en serio. Además, a media mañana y a media
tarde, una infusión. Con tanto líquido, es inevitable sentirse un poco batracio
a partir del cuarto o quinto día y vivir en el quien vive, esperando que en
cualquier momento le broten al voluntario escamas o aletas.
¿Qué clase de gente frecuenta la Clínica? Cuando empecé a ir, la mayoría era
extranjera; muchos alemanes, algunos franceses, muy pocos españoles. Ahora, por
lo menos la mitad de los ayunantes son españoles, y entre los extranjeros hay un
abanico creciente de nacionalidades: brasileños, italianos, rusos, egipcios,
sauditas, mexicanos. (El hombre más gordo que he visto en mi vida lo vi allí: un
príncipe kuwaití, que, al llegar yo a la Clínica, llevaba en ella seis meses:
pesaba 160 kilos y ya le habían bajado cincuenta. Era una bolita con patitas,
que rodaba). No he coincidido con muchos escritores; era un habitual Max Frisch,
y pasaron por ella en algún momento Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé, Beatriz de
Moura y alguno más. También, Manolo Vázquez Montalbán, que no debe volver, si
ama su pellejo. Dicen que nunca habló con nadie; que escribía mañana, tarde y
noche, y que hasta a los paseos por la montaña llevaba su máquina portátil.
Publicó luego una novela policial situada en una clínica de ayuno en Marbella que
Cuando dije que ayunaba tres semanas, exageré. De los veintiún días, se ayuna
sólo diecisiete. Los cuatro últimos son de recuperación. Hay que reacostumbrar
al estómago a recibir alimentos, con sopitas, ensaladas y recetas ligeras que,
en condiciones normales, parecerían sin duda insuficientes o execrables. Después
de dos semanas y media de dieta de agua parecen manjares superlativos, delicias
gastronómicas. Nadie sabe lo rico, lo maravilloso, lo exquisito que es comer
hasta que ayuna. El inolvidable padre Arévalo, infalible ayunante, lo expresaba
así: "Después de la Buchinger yo entro a los restaurantes como un seminarista a
un burdel". La comida es un tema obsesivo en la Clínica. Los espíritus recuerdan
las grandes comilonas, intercambian recetas, direcciones de restaurantes,
elucubran los menús del futuro yantar, se preparan fogosos y felices para volver
a pecar. (Comprensiva ante las debilidades humanas, la Clínica ofrece, entre los
entretenimientos y recreos de los enflaquecidos, ¡clases de cocina
vegetariana!). Mario Vargas Llosa
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